No soy una persona ñoña. O tal vez sí, no sé. Sin embargo, y lo admito, me fijo mucho en los detalles bonitos de la vida ordinaria. Esto sí que ha sonado ñoño. ¡Qué asco! Pero es verdad. A veces, descuidadamente, se me escapa decir «¡qué bonita la luna!» o «¡mira estas hojas secas!». Entonces, algunos se alejan de mí, o hacen una mueca o simplemente suena un «bfff» y ni levantan la cabeza. Pero sí, soy así. Me gustan las pequeñas cosas.
Hace unos días, por ejemplo, rodeada de gente, me fijé en los tres tipos que tenía delante. Distintas estaturas, distintas complexiones, distintas edades y sexos. Eran una familia. Seguro. Lo sé. El mayor de ellos era alguien con apariencia entrañable. Un galán, un figura. ¿Alguna vez habéis visto a alguien y os han dado ganas de darle un abrazo? Con él me pasó. Tal cual. Me hubiese encantado abrazarle. Pero no lo hice. Se le notaba cansado, sin batería. A pesar de su elegante «porte», estaba tocado y/o hundido. Pero me fijé en cómo observaba al más joven. Hecho de la misma pasta. Se le caía la baba observándole de reojo. Y a su mujer, entre ambos, tampoco le quitaba los ojos de encima. Esa pequeña reunión familiar improvisada desprendía amor, con toques de temor, cansancio y nervios, pero mucho amor.
De repente, totalmente desconectada de lo que decía el parlante, una carcajada general me volvió donde estaba. Y le miré a él, otra vez. Al mayor. Su marcado gesto esbozaba una placentera sonrisa que contagió a su mujer e hijo. Y, una vez más, me conquistó.
Qué mal andamos de cariño, cuánto subestimamos la sonrisa y somos alérgicos a los abrazos. Ah, porque, si algo me encanta, son los abrazos. Y negaré haberlo escrito delante de un tribunal. Diré que es falso, una ilusión o error. Pero, sí, los adoro. Y puntualicemos, como me dijo un día mi madre -y yo resoplé un “bff”- los abrazos de verdad tienen que durar más de cinco segundos.
En este déficit emocional todos somos mendigos de cariño, de sonrisas y de amor del que hace cosquillas, del que te vuelve “lelo”, amor del de verdad.